jueves, 19 de mayo de 2011

El relieve del texto. La ocurrencia

Alicia Steimberg, en: Aprender a Escribir. Fatigas y delicias de una escritora y sus alumnos. Buenos Aires, Aguilar, 2006.

En la primera parte de un cuento tradicional como “Caperucita Roja” se empieza por hablar de lo habitual, de lo que pasa siempre: “Caperucita era una niña que vivía con su mamá muy cerca del bosque. Era una niña muy buena que hablaba con los animales...”. Mas detalles sobre la vida de Caperucita y después: “Un día...”. Y allí empieza realmente el cuento. Lo que pasó “un día” no es lo habitual, no es lo general. Es lo excepcional. Ese hecho excepcional es como una colina, a veces como una montaña, algo que se alza sobre la planicie y marca el relieve. Como ustedes recordarán, hay varios hechos excepcionales más, que también son elevaciones sobre el llano, y que mantendrán el interés y pueden llegar al horror o a la franca carcajada.
Mirarse en un espejo es algo que sucede todos los días. Ver en ese espejo nuestras caras soñolientas, sin maquillaje, con la barba crecida, con las arrugas más marcadas, también. Pero un día...
Por ejemplo hoy, al mirarme en el espejo del baño, descubro que tengo una manchita roja en el blanco del ojo derecho. Un pequeño derrame. Lo pienso con esas palabras, “un pequeño derrame”. Cuatro minutos después, vestida y calzada, estoy en un taxi camino al hospital. Un pequeño derrame. La hipertensión. O, ¿quién sabe?, presión alta en el ojo, glaucoma, ceguera, seré una ciega con recuerdos visuales. No una ciega congénita que nunca vio una puta cosa. Diez minutos después estoy en otro taxi, regresando a casa del hospital. Me vieron dos médicos muy amables, no tengo presión alta de ninguna clase, debo haberme lastimado con el lápiz delineador, la manchita roja se irá en unos días.
Y vuelvo a sentarme junto a esa ventana, a escribir. Y lo que antecede es justamente lo que he escrito. Qué pasó, dónde y cuándo. Esta frase, en forma de pregunta, aparece al pie de página de cada uno de los capítulos en un librito inglés titulado 1066 and All That. Lo que escribimos es lo que pasó, y no siempre, dónde y cuándo pasó. Hay otros detalles igualmente importantes, por ejemplo, a quién le pasó, que en general se consignan en el relato. Lo ocurrido puede resumirse, pero jamás dará una idea de cómo es el texto. Eso lo darán las circunstancias, que no pueden resumirse, y que además dan algo fundamental el texto literario: relieve. De nuevo estamos enfrentados a la “visualidad”. He leído relatos de “sexo explícito” donde los personajes están en medio de la nada, ni siquiera se sabe si les gusta o les disgusta lo que hacen, si están desnudos o vestidos, si están tendidos en una cama o flotando en el aire.
Veamos un ejemplo de relieve proporcionado por una ocurrencia. En inglés existe una palabra, “serendipity”, que sería el equivalente de “ocurrencia feliz”, casualidad o coincidencia feliz.
Primer párrafo del cuento “Leonor” , de Hebe Uhart:
Cuando Leonor era chica, su mamá hacía albóndigas de harina de mandioca. Las albóndigas de harina de mandioca son duras como si tuvieran plomo, secas como si fueran de arena y malignamente compactas. Si uno las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo; si uno está contento, esa bola marrón, sin nada aceitoso, es un alimento merecido y vivificante.
Siempre digo que si Hebe Uhart no hubiera escrito en su vida nada más que este párrafo, de todas maneras por este párrafo se hubiera sabido que es una gran escritora. Y una fina escritora. Las personas y las cosas de las que habla y va a hablar en este cuento, pertenecen al mundo de la pobreza, del campo pobre, de los pisos de tierra y alimentación a base de pan y de porotos. Uhart maneja las palabras con infinito cuidado, como s fuera un cristal. El no disfrutar de un alimento un poco reseco y pesado no tiene que ver con la ausencia del deseo de comerlo: tiene que ver con la tristeza. Y disfrutar de esa misma comida estando alegre, es disfrutar del simple hecho de estar alegre, de estar vivo. Lo más notable del párrafo, para mí, es eso de que si uno las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo. Y la elección de la palabra “páramo” es una ocurrencia genial.
Estas comparaciones improbables, sustentadas por una ocurrencia, pueden ser notables hallazgos. Al comienzo de su novela The Bell Jar (La campana de cristal) Sylvia Plath usa mucho este recurso, y ninguna de las comparaciones dejan de producir interés y asombro. La narradora habla de la ejecución del matrimonio Rosenberg en la silla eléctrica en Estados Unidos en la década del sesenta, y dice que la impresionó tanto como haber visto por primera vez un cadáver, cosa que su novio de entonces le hizo posible porque era estudiante de medicina. Una vez que la muchacha vio el cadáver siguió “viéndolo durante tanto tiempo, que terminó por sentir que siempre arrastraba tras ella la cabeza del cadáver, atada a una cuerda como un globo negro y sin nariz que apestaba a vinagre”.
La ocurrencia es uno de los fenómenos que no se puede enseñar. A uno se le ocurre algo gracioso, o sorprendente, o ingenioso, o no. Pero la ocurrencia está muy vinculada con el estado de ánimo y el humor. A la gente que dice que no tiene humor, y que por lo tanto no puede escribir con humor, hay que preguntarle si es capaz de tomarse a sí mismo con humor. En general se tolera bien que a uno le pregunten si se cree tan importante que sólo puede tomarse en serio. Hasta el más serio se ríe.
Ustedes me dirán: “¿Entonces un buen texto depende las palabras que se elijan? ¿Hablar de un páramo en vez de hablar de una zapatilla?”. En casa decían que la carne estaba dura como “zapatilla”. Sí, porque mientras leemos, aunque sea por un segundo, estas frases se convierten en imágenes en nuestro pensamiento. Uno se puede ver a sí mismo mordiendo una zapatilla. Es más difícil verse a sí mismo comiendo un páramo, pero se puede hacer, y precisamente la enormidad de la proporción nos hace sonreír. Sonreír por tristeza, por un segundo, y enseguida desear saber cómo sigue la historia.
Veamos ahora con cuánta discreción trata Uhart las diferencias del lenguaje que habla Leonor, cuyo idioma natal puede haber sido ¿el guaraní? ¿el mapuche?:
Leonor creció y llegó a los dieciocho años. Su mamá le dijo:
–Hija, usted debe casarse. Cuando una se casa le dan una libreta, el hombre trae pan blanco y zapatos taco alto. Después que se casa con ese polaco, le trae unos aros a la mamita.
Leonor dijo:
–Sí, mamita, pero el polaco muy grande es.
El polaco medía casi dos metros; todo el día arrancaba yuyos y los domingos no iba al baile, trabajaba.
–¿Qué importa? –dijo la madre.
–Sí, mamita –dijo Leonor–. Yo me caso, pero me da vergüenza hablar delante de él.
La madre le dijo:
–La vergüenza después se va y él no habla total. Usted le dice: “¿Querría un plato de porotos?” Y un día comen porotos, otro día pan de harina blanca y él se pone contento porque mi hijita es muy buena. Usted siempre sonriente, no le lleva la contraria y él se va a amansar y va a hablar. Eso sí, nunca lo provoque, que él maneja muy mucho la azada y la pala.
Bien, destaqué la última frase porque, aunque ya hubo relieve antes, ahora llegó el relieve en serio, la posibilidad de que sobrevenga algo muy distinto de lo que viene brindando el relato. Algo de otro orden diferente puede suceder. Es como si en vez de estar cenando tranquilamente en el comedor, supiéramos que es posible que haya un bombardeo.
El suspenso no es fácil de manejar pero tampoco es tan difícil. A veces consiste en cuidar que el detalle inquietante no se insinúe ni se adelante para nada. El ejemplo que sigue está destinado a mostrar cómo fue mejor borrar todo indicio de cierto detalle que el lector no conoce y sólo dejarlo aparecer en el párrafo siguiente. El fragmento que veremos me fue entregado por Silvia Rupati, una joven italiana que hace sus primeras armas en narrativa, para que yo le diera mi opinión. El texto estaba en italiano y lo traduje con ayuda de Silvia. Tal vez convenga decir que Silvia lo escribió con una consigna: tenía que hablar del barrio en el que vive, llamado L´Esqulino, en Roma. El recurso narrativo que usó fue hacer que el lector siga las evoluciones de un personaje por el barrio mientras realiza sus tareas cotidianas. El nombre de este personaje, también título del cuento, es Roberta:
Cuando me visto lo primero que me pongo son las medias. Mis preferidas son las que tienen raya. Es como un rito: abro la puerta del armario que tiene un espejo de cuerpo entero en la parte interior, coloco los seguros para que no se cierre; al sentarme giro por un instante dando una vuelta, más que nada por costumbre, me dejo caer en un pouf marroquí. Esta no es la postura ideal para subirse un par de medias. Mejor sería quedarse parada, apoyándose en la cama o en el bidet , pero mientras estoy allí girando sobre mi misma, es como si estuviera haciendo el amor con impropio cuerpo. Al principio el nylon no quiere saber nada de subir más allá de la rodilla, entonces con los dedos mojados de saliva logro superar el obstáculo y un segundo después las piernas se han vuelto de seda. La última fase la realizo lentamente, con pereza, como si no conociera el camino. Cuando el elástico tira y ajusta en los flancos, ninguno podría decir que no soy mujer.
Dicen que quién trabaja de noche vive más, lo que no dicen es que si te haces llamar Roberta y eres un hombre, te resultará suficiente vivir el tiempo asignado a tu vida.
Opino que si suprime la frase en bastardilla en el primer párrafo, la revelación en el párrafo siguiente hará un verdadero impacto. La razón es obvia: es preferible no insinuar la menor sospecha sobre el sexo del personaje central antes de que llegue esta súbita revelación, que no insinúa sino que directamente expone un hecho que todos van a tomar en serio.
Los que tienen poca experiencia en la escritura de ficción dirán: ¿Cómo se hace para estar alerta y no dejar que el relato se adelante y se pierda el suspenso? La respuesta es: nadie espera que los textos salgan sin errores de nuestras cabezas. Se escribe como se puede, con errores de diversas clases, y sólo en las relecturas se observa qué es necesario corregir.