sábado, 30 de abril de 2011

Gestos que perfilan el futuro del gobierno

LA NACION, Viernes 29 de octubre de 2010
Gestos que perfilan el futuro del Gobierno
Joaquín Morales Solá

La escenografía del sepelio, ayer, dio las primeras muestras de que Cristina Kirchner se volcaría hacia los fundamentalistas. Miles de personas, muchas espontáneas y otras tantas movilizadas, desfilaron por la Casa de Gobierno; sobraron las consignas sectarias. La ciudad, sin embargo, no alteró el ritmo normal de su vida cotidiana. Una enorme mayoría social optó por cumplir con los menesteres de todos los días: respetó sus horas de trabajo, fue al banco, consultó con su médico, departió con amigos en un café, hizo las compras necesarias y no cambió el decurso natural de la vida.
Las cosas excepcionales estuvieron en el lugar de la capilla ardiente. Una Presidenta entera, que contuvo como pudo el llanto y la emoción, aguantó durante horas aferrada al féretro de su esposo muerto. Algo inusual ocurrió también: la Presidenta no dejó espacio para que la saludaran dirigentes opositores como Mauricio Macri, Ricardo Alfonsín y Francisco de Narváez, que llegaron de inmediato al sepelio.
Ni siquiera los miembros de la Corte Suprema de Justicia pudieron darle la mano a la jefa del Estado, advertida por Parrilli, no obstante, de que estaban a su lado los máximos jueces del país. Moyano (que atropelló el ritual oficial y chocó con el recibimiento gélido que sólo Cristina Kirchner puede darle a alguien) y Diego Maradona fueron los únicos que rompieron el férreo cordón protocolar que rodeaba a la Presidenta.
Aníbal Fernández recurrió con lealtad a Julio Cobos y a Eduardo Duhalde para decirles que era mejor que no fueran. ¿Para qué? Hubieran sido blanco de la ira de los manifestantes, que ya se habían pasado gran parte de la noche anterior vituperando a Cobos más que elogiando a los Kirchner. Tampoco la Presidenta los extrañó. Es la verdad.
¿Cuánta sensibilidad ha perdido la sociedad argentina en estos años para que hasta la muerte resulte impotente ante la marea del odio y el rencor? ¿Qué vientos se sembraron para recoger estas tempestades? La muerte de Perón no provocó tanta crispación en 1974, aunque también es cierto que el anciano líder había regresado consensual y moderado, como no lo había sido durante sus primeras presidencias. La muerte de Raúl Alfonsín, hace un año y medio, sólo promovió la nostalgia social de tiempos más amables. Es una lástima, al final de cuentas, que un ex presidente haya sido despedido de este mundo por el agresivo kirchnerismo que creció bajo su sombra.

El hombre, esa mujer, la multitud

Página/12, Viernes, 29 de octubre de 2010
El hombre, esa mujer, la multitud
Por Mario Wainfeld

La muchedumbre empezó a congregarse al mediodía del miércoles, al cierre de esta nota (bien entrada la noche del jueves) sigue su desfile en sinfín. El cronista cree que es de buena praxis calcular “cuánta gente hubo”, la misión se torna imposible cuando se renuevan constantemente las filas. Van de la Plaza al Obelisco por Avenida de Mayo, doblan por Rivadavia, hacen un codo, entran a la Casa Rosada. La Plaza, además, está repleta de sol a sol y hay circulación constante en la zona bancaria y en el Bajo.
El tránsito de los asistentes es incesante, relativamente veloz, miles de personas fluyen cada hora. El narrador estuvo un par de ratos, miró televisión, se informa con otros circunstantes. El relato coincide: la mayoría son “gente suelta” no encuadrada, que recorre la franja que va de los sectores más humildes a las clases medias del conurbano. Porteños estrictos hay bastantes. Muchos sub-40 o aun sub-30, mayormente militantes que le encontraron sentido a la política en estos años, que se espabilaron cuando vieron a la derecha real copar las calles porque “somos el campo”.
La muchedumbre, que no tiene principio ni final, entra a la Casa Rosada acaso por primera vez. Ansía saludar, acompañar, confortar, ver, participar, dejarse oír. Participan, apoyan, aman, sostienen. Hay grupos encuadrados, en flagrante minoría.
La crónica argentina registra capillas ardientes visitadas por millares de personas. Artistas populares de variado “volumen de juego”, deportistas. Y, apenas, un puñado de dirigentes políticos.
La historia del peronismo depara más que ninguna otra esas escenas, junto con muchas otras. Hechos que combinan la pasión popular (ritos que se repiten y se renuevan) con la interpelación política. El peronismo es muy escenográfico, muchas imágenes de masas en cualquier formato dramático. No es sencillo descifrarlas, es necio desconocerlas o subestimarlas. Azuzan odios atávicos, análisis ignorantes, desdenes de clase.
La multitud entra y sale de la Casa de Gobierno, no se diría que la mueven la crispación ni la caja. Si usted los mira sin anteojeras, corroborará que no los arrea nadie. Van como ciudadanos que son, como protagonistas que ansían ser.
Cristina acaricia de vez en cuando el féretro, acomoda la bandera, los pañuelos blancos que le acercaron, algún estandarte. Mira hacia delante, conmueve su economía gestual. Sólo se mueve para besar a Madres o a Hijos, a alguna mujer de pueblo. Tira un beso con las manos, se lleva la mano al corazón.
En su derredor, hombres hechos y derechos no pueden contener la emoción. Carlos Zannini, de ordinario sonriente, se muestra tieso, todo lo lívido que pueda estar un morocho. Agustín Rossi conserva el rostro demudado desde el miércoles. Carlos Tomada está estremecido, con los ojos húmedos.
Oscar Parrilli, una suerte de dueño de casa, va y viene, organizando y recibiendo. Máximo Kirchner también se mueve a veces, ordena algo, le habla y cuida a su madre. Osvaldo Soriano escribió alguna vez que uno llega a ser hombre cuando pierde a su padre, memora el cronista.
Juan Cabandié, hijo recuperado que reencontró a su familia, mira sin ver. El 24 de marzo de 2004, los Kirchner lo invitaron a subir a un escenario histórico, al costado de la ESMA. Comenzó ahí una carrera política, que ahora deberá seguir sin un referente paternal que se le fue de sopetón.
Carlos Kunkel y Jorge Taiana son compañeros de militancia con varios años de cárcel arriba, cuando eran jóvenes y delgados. Ahora, con 30 años más y una corpulencia estimable, se abrazaban en esos pasillos, dando tumbos, llorando como pibes.
Ella, Cristina, no llora.
El presidente Lula da Silva aborda un avión express, junto a su asesor Marco Aurelio García, cuando faltan menos de tres días para la segunda vuelta de las presidenciales en Brasil. Mucho compromiso es venirse cuando hay tanto en juego.
Lula, un estadista colosal que no deja de ser un hombre de pueblo expresivo, no disimula su congoja. Marco Aurelio se saca las gafas para enjugarse los ojos. El presidente paraguayo Fernando Lugo, enfermo, está ahí. Todos saludan a la Presidenta y abrazan a Cristina. Predicadores autóctonos explican que el líder del PT es sideralmente distinto de los Kirchner y hasta lo usan como modelo. Lula da toda la impresión de pensar distinto. En los gestos, en docenas de discursos, que repitió ayer ya con un pie en el estribo: “O Kirchner era más que un presidente, un compañero”. Lula es un gran orador, no da puntada sin nudo.
Esos presidentes, como el boliviano Evo Morales que también traslucía dolor, no creen exactamente que la Argentina está aislada del mundo, no vaya a creer, lector.
Hugo Chávez habla en el Aeroparque, cita a Bolívar y San Martín, sus gestas y campañas, a Eduardo Mallea y a José Martí. Ya en la capilla ardiente, el presidente bolivariano estrecha a Máximo y a Cristina, a quien besa las dos manos. Lula la abraza. Después lo mima a Lugo, le besa la cabeza rapada.
Son presidentes, son personas, se saben compañeros.
Mercedes Marcó del Pont y la embajadora en México Patricia Vaca Narvaja sonríen cuando saludan en los pasillos y lloran de modo calmo, sin ocultarse, en la capilla ardiente. Son cristinistas desde antes, desde cuando vivía Néstor Kirchner. Ahora ser cristinista tendrá otro sentido, que deberá construirse, contrarreloj, acaso comenzando antes de que se elabore el duelo. La política no da sosiego ni respiro.
El líder muerto se transmuta en bandera y mito. El de Kirchner ya dice que ofrendó su salud y su vida por su vocación militante. Sus compañeros lo enaltecen, dirigentes radicales adoptan ese discurso. No es el caso del vicepresidente, cuya ansia de figuración lo induce al papelón y a la falta de respeto. Julio Cobos fatiga los canales de cable, emite comunicados, hurta el cuerpo para evitarse una rechifla.
Ricardo Alfonsín y Ernesto Sanz, entre otros, asisten y elogian la militancia, tanto como la tradición nacional y popular. Puede haber cálculo, protocolo, buena onda o cortesía, en cualquier caso estuvieron a la altura de las circunstancias.
Cristina se toma una tregua de minutos, va a una salita aparte. Ve a Leopoldo Moreau, lo abraza y le manda efusivos saludos “para tus hijas, que son militantes”. Moreau discurre con el cronista, a su ver hubo tres dirigentes que hicieron época en la política: Perón, Alfonsín y Kirchner. Ninguno podía parar ni jubilarse.
Cristina, la Presidenta, llegó por un camino signado de dolor y desafíos a tener la oportunidad de disputar un tercer mandato consecutivo para su fuerza política. Yrigoyen, maltrecho, lo logró en el pasado remoto. Perón debió esperar 18 años para su tercera vez. Alfonsín no pudo terminar en regla su primer gobierno. Cristina irá, debe ir, por esa chance. Es muy arduo, no es imposible, aunque la prensa de Papel Prensa la ningunee y la desdeñe.
El cronista se va de la Rosada, junto a una colega que sale en la tele. Una señora sesentona de aspecto sencillo la reconoce, le agradece “lo que están haciendo”. Se llama Matilde, es de Lanús, dice estar contenta porque esperó siete horas en la cola pero “pudo verla”. A ella, a Cristina. No lleva un choripán en la mano, no llegó en un micro a cambio de nada. Fue a verla, le dijo, seguramente, “fuerza Cristina”. Y esa, acaso, será la ciento y única vez que habrá pisado la Rosada en su vida.

viernes, 15 de abril de 2011

La escritura y sus formas creativas

Alvarado, Maite y Yeannoteguy, Alicia, La escritura y sus formas creativas, Buenos Aires, Eudeba, 1999.


1. La escritura

¿Qué es la escritura?
La escritura es un código o sistema de signos gráficos que permite la representación visual del enunciado. Es decir, no cualquier marca gráfica aislada constituye escritura; para que haya escritura es necesario un código, un sistema de signos a través del cual se representa lo que se dice. A partir de esta conceptualización, se ha podido diferenciar, en las primeras manifestaciones, la escritura de los dibujos. En sus inicios, todas las escrituras pasaron por una etapa pictográfica, en la que los signos eran icónicos; pero los mensajes escritos, aun los más antiguos, se caracterizan por repetir, en distintas posiciones, los mismos signos, a los cuales se atribuye siempre el mismo significado. Esto no ocurre con el dibujo, que deja un margen de interpretación mucho mayor.

Breve historia de la escritura
Para que se inventara la escritura, debieron darse una serie de condiciones, la más importante de las cuales fue el asentamiento del hombre, es decir, el pasaje del nomadismo al sedentarismo, a la agricultura y a la domesticación de animales. Esta transformación inicia otra serie de transfor-maciones; entre ellas, la invención de la escritura. El antropólogo Claude Lévi-Strauss, en un artículo de su libro Tristes trópicos que se titula "La lección de escritura", sostiene que la escritura, más que una herramienta de desarrollo cultural, ha sido una herramienta de dominación y control de unos hombres sobre otros, ya que, durante la mayor parte de su historia, la inmensa mayoría de la humanidad no sabía escribir y los pocos que dominaban esta técnica impusieron su visión del mundo a los otros. Para sostener su posición de que la escritura no ha sido una herramienta cultural tan decisiva, Lévi-Strauss pone como ejemplo el hecho de que la revolución más importante que se ha dado en la historia, el pasaje del nomadismo al sedentarismo, se hizo sin el auxilio de la escritura.
Los documentos escritos más antiguos que se han encontrado son del 3500 antes de Cristo. Son tablillas de arcilla grabadas con punzón, encontradas en la Mesopotamia. Según la Historia de la escritura de Ignace Gelb, lo que llevó a los sumerios a inventar la escritura fue el excedente en las cosechas provocado por una innovación en el sistema de riego. Al parecer, la implementación de un sistema de canalización novedoso dio como resultado cosechas muy abundantes e hizo necesario almacenar el sobrante en depósitos. Surgió así la necesidad de contabilizar entradas y salidas de la mercadería que estaba almacenada en esos silos. Este hecho habría motivado el surgimiento de la escritura.
Durante milenios, la escritura tuvo una función acotada al comercio y la administración. Es decir, fue un sistema de registro o de notación, con usos y funciones muy limitadas. La mayoría de esas escrituras primitivas, a su vez, combinaban dibujos con signos que representaban sonidos, es decir, eran escrituras mixtas. En el año 2000 antes de Cristo, los fenicios crean la primera escritura fonética, basada en la reproducción de los sonidos del habla. Y es esa escritura la que los griegos van a adoptar, adecuándola a su lengua e incorporándole las vocales, que no existen en las escrituras semíticas. Los griegos importan la escritura fonética, le anexan las vocales e inventan, así, el alfabeto. Este es el origen de la escritura alfabética.

La escritura como tecnología
Pero para que la escritura no se limite a funciones administrativas y contables, tendrá que pasar mucho tiempo. En el siglo V antes de Cristo, Platón expresa sus recelos frente a esta tecnología. Platón es una especie de bisagra entre la dialéctica socrática, oral, y la lógica aristotélica, eminentemente escrita: escribe su filosofía, pero en forma de diálogos. En el Fedro, le hace decir a Sócrates que la escritura favorece el olvido. Es extraño, porque justamente la escritura, como memoria artificial, viene a reemplazar a la memoria biológica, a liberarla de la pesada carga de tener que conservar todos los conocimientos. En este sentido, la escritura no favorece el olvido sino la conservación de los conocimientos, además de que, al liberar a la mente de la tarea de memorizar, le permite ocuparse de tareas más creativas. En Oralidad y escritura, Walter Ong compara los reparos de Platón frente a la escritura con los que se hacían algunos años atrás a la calculadora de bolsillo o a la computadora; por ejemplo, se decía que si los chicos usaban la calculadora en la escuela, no iban a aprender las tablas de multiplicar. Platón pertenecía a una cultura que, si bien había adoptado la escritura hacía ya varios siglos, todavía no la había desarrollado como herramienta intelectual. En este sentido, se podría decir que seguía siendo una cultura dominantemente oral. Para las culturas orales, la conservación de las tradiciones, los conocimientos, la historia, descansan en la capacidad biológica de memorizar; lo que explicaría, por lo menos en parte, la desconfianza de Platón frente a esta tecnología que reemplaza, en gran medida, a la memoria.
El sociólogo Raymond Williams considera a la escritura como un medio de producción cultural que utiliza, como recursos, materiales y herramientas externos al cuerpo humano. A los medios de producción que se valen de recursos externos, los denomina "tecnologías". Es decir, la escritura es una tecnología. Todas las tecnologías de la comunicación requieren un aprendizaje, por parte del usuario, para introducir mensajes; pero sólo la escritura necesita, además, de un aprendizaje para poder recibirlos. Es decir que tanto la producción como la recepción de mensajes escritos requieren un entrenamiento largo y costoso, lo que pone en desventaja a la escritura respecto de otras tecnologías de la comunicación, como las audiovisuales. Nadie necesita aprender a "ver" televisión; en cambio, existe una institución, la escuela primaria, dedicada fundamentalmente a la enseñanza de la lectura y la escritura.
Walter Ong también define la escritura como una tecnología de la palabra, del mismo modo que la imprenta y la computadora. Nosotros pertenecemos a una cultura que ha incorporado y automatizado la escritura hasta casi naturalizarla; pero, en realidad, como afirma Ong, la escritura es la más artificial de las tecnologías de la palabra, simplemente porque fue la primera. Lo que luego hicieron la imprenta, la máquina de escribir o la computadora, no fue más que amplificar lo que ya estaba en la escritura.
¿En qué consiste la artificialidad de la escritura? En que separa la palabra del contexto vivo de la comunicación oral y la fija sobre una superficie. Lo que implica, por una parte, que el sujeto que fija la palabra la ve ahora transformada en objeto; y segundo, al fijarla en una superficie, con materiales que le permiten perdurar, hace posible una comunicación diferida y a distancia. Como consecuencia de esto, el hombre pudo volver sobre sus palabras en otro tiempo, revisarlas, revisar sus ideas, modificarlas, cuestionarlas. La escritura hizo posible una reflexión crítica respecto de las ideas propias y ajenas, e hizo posible el análisis y la disección del lenguaje y del pensamiento.
La escritura -como los lenguajes en general- es una herramienta simbólica o semiótica, que sirve para transformar las relaciones sociales. Así como las herramientas permiten transformar la naturaleza, el medio físico, los sistemas de signos permiten transformar las relaciones entre los hombres; por eso se habla de "herramientas semióticas". Estas últimas tienen la característica de que, a fuerza de uso, terminan por interiorizarse. En este sentido, Walter Ong sostiene que la escritura reestructuró la conciencia: a fuerza de usar esta herramienta, la mente del hombre terminó transformándose, generando operaciones cognitivas que antes no eran posibles. Desde una perspectiva histórica, se trata de un proceso muy largo, en el que la escritura fue cambiando sus funciones. Y para que estos cambios se realizaran, también fue necesaria una serie de transformaciones materiales, tanto en el soporte como en las herramientas que se usaban para escribir.

Cambios en el soporte
Los documentos escritos más antiguos que se encontraron, los de los sumerios, son tablillas de arcilla talladas con punzón. Entre estas y la pantalla de la computadora ha habido una serie de mutaciones en el soporte de la escritura que han incidido en los modos de leer y escribir. Por ejemplo, se pasó de la superficie rígida de la arcilla a los rollos de papiro en los que se escribía con pincel. Fue un avance importante porque los papiros podían transportarse con más facilidad y no exigían el esfuerzo físico del tallado, pero presentaban otras dificultades: había que desenrollarlos a medida que se leía, y se volvían a enrollar por el otro extremo, de modo que no había posibilidad de volver atrás para releer. Alrededor del siglo I de nuestra era, hubo un salto importante al pasar al codex o códice, que ya tenía formato de libro: eran folios, hojas de pergamino; el códice permitía la relectura, la vuelta atrás.
Hasta el siglo XII, las palabras no estaban separadas en los textos, es decir, las palabras se presentaban en un continuo similar al del habla (cuando hablamos, no separamos las palabras). Esto, sumado a que no había puntuación, dificultaba enormemente la lectura. Tampoco estaba unificada la ortografía, por lo cual una misma palabra podía escribirse de diferentes maneras. La unificación de la ortografía es posterior a la invención de la imprenta.
Antes de la imprenta, los libros, obviamente, eran manuscritos. En Grecia y Roma, la producción de los libros se hacía en talleres donde los copistas o amanuenses escribían al dictado; por lo tanto, no había dos libros iguales y, desde luego, eran muy escasos los libros en general. La forma de publicación más frecuente era la lectura en voz alta o el recitado, porque la mayoría de la población no sabía leer. Hasta después de la invención de la imprenta, la lectura siguió siendo dominantemente en voz alta; casi no existía lectura silenciosa. San Agustín cuenta, en las Confesiones, que son del siglo IV, que estaba viendo leer a Ambrosio y que "mientras sus ojos corrían por las páginas, su espíritu percibía el sentido pero su voz y su lengua estaban quietas". Es decir, San Agustín considera digno de mención el hecho de que este personaje lea sin vocalizar, y esto se debe a que la lectura era dominantemente oral. A lo largo de la Edad Media, se empieza a extender la lectura silenciosa, en general en los monasterios y conventos. La separación de palabras, la introducción de los signos de puntuación, la división del texto en párrafos y apartados con subtítulos son transformaciones que ayudaron a organizar la información que el texto brinda y contribuyeron al desarrollo de la lectura silenciosa, privada. A medida que se extiende la lectura silenciosa y al uníparo de su privacidad, comienzan a proliferar, entre otros géneros, los textos heréticos y los textos obscenos.
Si bien la invención de la imprenta, en el siglo XV, favoreció la lectura silenciosa, ambas modalidades -silenciosa y en voz alta- siguieron coexistiendo a lo largo de los siglos; mientras la lectura silenciosa fue adoptada mayoritariamente por los sectores cultos, las capas medias y los sectores populares siguieron prefiriendo la lectura en voz alta hasta bien entrado este siglo. Roger Chartier, que se dedica a historiar las prácticas de lectura, rastrea cómo aparece representada la lectura en la pintura y en la literatura de los siglos XVI y XVII. Y encuentra abundantes escenas de lectura en voz alta. En el final de La Celestina, de Fernando de Rojas, aparece una nota que dice que el texto debe leerse en voz alta, frente a un auditorio de no más de diez personas y con variaciones de voz para atraer a los oyentes. También en el siglo XVII, en la segunda parte del Quijote de Cervantes, aparece un capítulo titulado "Que trata de lo que leerá aquel que lo leyere y oirá aquel que lo escuchare". Chartier señala la abundancia de escenas de lectura en voz alta en los relatos que narran viajes largos, donde tiene la función de amenizar el trayecto, de servir para trabar contacto con los otros viajeros y como punto de partida para la conversación.

La imprenta
La invención de la imprenta produjo importantes transformaciones. Por una parte, la posibilidad de producir copias idénticas de un mismo texto. Por otra, la uniformización de la tipografía. También, el abaratamiento de los costos al producir en cantidad. Los textos se multiplicaron y se amplió el público lector. Pero esta capacidad de multiplicación se enfrentó con la ausencia de un público alfabetizado. Una de las razones por las que crecieron las escuelas en Europa, en un proceso gradual que va del siglo XVI al XIX, fue la presión que ejercieron los imprenteros y libreros, que eran los editores de la época, para extender el mercado.
Si la imprenta permitió ampliar el público lector, en conjunción con la escolaridad, a su vez, los nuevos sectores que se incorporan a la lectura presionaron sobre la imprenta para que se publicaran otro tipo de textos. Es decir, surge un público amplio, nuevo, que exige otras lecturas, lo que lleva a la aparición de los periódicos, del folletín y de otras publicaciones por entregas que repartían los vendedores ambulantes. Empiezan, así, a proliferar nuevos escritos, que son los que consumen los nuevos sectores del público.
En nuestro país, la Generación del '80, que fue la que encarnó el proyecto modernizador de la Argentina, instaló la escolaridad obligatoria. Adolfo Prieto, en El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, aporta algunos datos interesantes en relación con este proceso: si, a mediados del siglo pasado, asistían a las escuelas primarias 11.000 niños, los censos de la década del '80 informan que se habían multiplicado a 145.000. A su vez, un semanario de 100 páginas, como Caras y Caretas, tenía una tirada de 70.000 ejemplares, es decir, una tirada verdaderamente importante, que habla de un público lector extendido. Beatriz Sarlo, por su parte, en El imperio de los sentimientos, analiza un fenómeno interesante que se dio en las dos primeras décadas de este siglo en nuestro país, el fenómeno de la novela semanal. Eran novelas breves, sentimentales, consumidas preferentemente por muchachas jóvenes de barrio, que narraban historias sencillas, de muy fácil lectura, y que conjuraban el aburrimiento y la rutina y satisfacían las necesidades de ficción de ese público. Estas novelas llegaron a tener una tirada de 200.000 ejemplares, e incluso reediciones; fueron un boom editorial. Beatriz Sarlo señala muchas razones que explicarían el éxito de la novela semanal, entre ellas que eran ediciones baratas, textos fáciles de leer y que, además, no se vendían en librerías sino en los quioscos o a través de vendedores ambulantes. A los sectores que recién se incorporaban a la lectura no les resultaba sencillo moverse en las librerías, que en general estaban ubicadas en el centro de la ciudad y exigían un entrenamiento para poder obtener información del paratexto de los libros, conocer editoriales, autores, saber leer contratapas; es decir, un tipo de destrezas que esos sectores no poseían.

Resumen
La escritura permitió al lenguaje conquistar el tiempo y el espacio al materializarlo y fijarlo sobre un soporte móvil; tornó visible el discurso, exponiéndolo a la contemplación y al análisis; y, al liberarlo del contexto situacional, propició actividades de evaluación y revisión crítica. Se trata de transformaciones intelectuales que son causa y consecuencia, a la vez, del dominio de esta tecnología de la palabra, de su interiorización como herramienta cognitiva. Y son también procesos culturales, estrechamente relacionados con otras transformaciones sociales. En este sentido, hemos visto cómo los sucesivos cambios en el soporte material favorecieron, a lo largo de la historia, nuevos modos de relacionarse con los textos y una proliferación cada vez mayor de géneros escritos.

Bibliografía

Chartier, Roger, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación, Barcelona, Gedisa, 1995.
—————————, "Lecturas y lectores populares desde el Renacimiento hasta la época clásica", en Cavallo, G.- Chartier, R. (dirs.), Historia de la lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998.
—————————, Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna, Madrid, Alianza, 1993.
Gelb, Ignace, Historia de la escritura, Madrid, Alianza, 1987.
Lévi-Strauss, Claude, "Lección de escritura", en Tristes trópicos, Buenos Aires, Eudeba, 1973.
Ong, Walter, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México, FCE, 1993.
Prieto, Adolfo, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Sudamericana, 1988.
Sarlo, Beatriz, El imperio de los sentimientos, Buenos Aires, Catálogos, 1985.
Williams, Raymond. Cultura. Sociología de la comunicación y del arte, Barcelona, Paidós, 1981.
—————————, "Tecnologías de la comunicación e instituciones sociales", en Williams, R. (ed.), Historia de la comunicación (Vol. 2), Barcelona, Bosch, 1992.

Prólogo

Klein, Irene: El Taller del Escritor Universitario. Buenos Aires, Prometeo Libros, 2007.
Prólogo
Escribir
Escribir, señala el novelista Don de Lillo (2005), “es una forma concentrada de pensar. A través del lenguaje se puede llegar a ideas a las que de otra manera no hubiéramos tenido acceso”.
“Escribo”, afirma la ensayista Beatriz Sarlo (2001), “porque quiero saber cómo es eso que estoy pensando y que no lograré saber si no lo escribo. Se piensa porque se escribe”.
Tanto un escritor de ficción como una escritora de ensayos críticos asumen una posición coincidente: considerar a la escritura no como un medio para “expresar” lo que se piensa sino como un proceso por el que se descubre y transforma el conocimiento.
El sujeto que escribe produce un objeto, un trazo material (Barré-De Miniac, 2003): esa producción fuera de sí mismo le permite tomar distancia en relación al contenido escrito y observar y cuestionarlo. Es así que, al tiempo que moviliza los saberes que el sujeto tiene sobre la lengua y sus conocimientos sobre el mundo, la escritura posibilita configurar y reconfigurar esos saberes, o sea, construir conocimiento.
La escritura incide en el pensamiento y se inscribe, de ese modo, en el dominio de la cognición, cuyo sentido etimológico, precisamente, es el del “conocimiento”.

Enseñar a escribir: un proceso fundado en la lengua
Utilizamos la lengua para organizar nuestra experiencia, categorizar el mundo, dar sentido a nuestras actividades cotidianas, relacionarnos con quienes nos rodean y construirnos como seres sociales. En el lenguaje el sujeto construye su identidad social y cultural: el modo como organizamos con palabras nuestra relación con el mundo define lo que el mundo es para nosotros. Las diversas disciplinas académicas que conforman las carreras universitarias se presentan como distintas formas de pensar y comprender al mundo, de darle sentido y de representarlo. De ahí que sea sobre todo en las Ciencias Sociales y en las Humanidades donde surgen en mayor medida los problemas específicos de la transmisión e interpretación de los discursos de otros.
El lenguaje no es un simple instrumento sino el “escenario discursivo” (M. C. Martínez, 1997) en el que se realiza el encuentro significativo entre dos sujetos – el que se asume como enunciador de un texto y su lector virtual- y una experiencia externa o saber que desea transmitirse. No usamos la palabra para reproducir la realidad sino para construirla en función de intereses determinados. Tomar la palabra no es, entonces, una actividad ingenua: la elección de un tema, de determinadas unidades léxicas y de una organización retórica, etc., que hace un sujeto incide en los esquemas mentales ajenos- en los del auditorio o lector de su texto-; esto es, en sus modos de representar el mundo.
Ayudar a desarrollar una capacidad estratégica tanto para producir como para comprender los textos, es decir, tanto para adecuar el texto que se escribe a un determinado propósito como para reconocer el objetivo textual en el que se lee, es, por lo tanto, el objetivo esencial de la enseñanza de la escritura.

La escritura en la universidad
La escritura es una tarea habitual tanto para los estudiantes universitarios- que escriben parciales, monografías, tesinas, reseñas, informes- como para los profesionales, que elaboran artículos, papers, trabajos de investigación. Unos como otros no desconocen que escribir constituye una tarea intelectual de enorme complejidad que exige analizar lo que otros han dicho sobre un tema, establecer relaciones semánticas en el interior de su propio texto como así también entre diversos textos; constituirse en un observador agudo y analítico que pueda tomar distancia de su postura personal, considerar el tema dentro de un marco o sistema conceptual más amplio y fundamentar sus aserciones.
Sin embargo, salvo excepcionalmente, en ninguna disciplina se reflexiona sobre el proceso mismo de escribir. ¿Por qué? Tal vez porque se presupone que la escritura es un medio para comunicar lo que se sabe y, por lo tanto, basta con poseer dicho saber para poder hacerlo. Pocas veces se toma conciencia de que escribir no solo es transmitir ese saber sino sobre todo configurarlo. A lo sumo, entonces, frente a esa posibilidad de escribir un texto, se reclaman técnicas desde el anhelo de que, a través de ellas y de manera instantánea, tal como opera el pensamiento mágico, se logre plasmar en la hoja el saber que se tiene sobre determinada disciplina. Pero basta comenzar a producir un texto para darse cuenta de que no es tan fácil trasladar a la escritura lo que uno sabe y quiere decir; la escritura es más que un sistema de convenciones al que se debe responder. De modo similar, aun la descripción más precisa sobre las técnicas de modelado le resultarán insuficientes a un artesano cuando quiera dar forma a la masa de arcilla: solo hundiendo una y otra vez las propias manos en ella logrará que adopte la forma del jarrón que tiene en mente.
La escritura concebida en general como medio de registro y transmisión de un conocimiento y no como instrumento que contribuye a conformar conocimiento, se constituye a lo largo de las carreras universitarias fundamentalmente en un medio de evaluación. Es decir, se evalúa a través de la escritura la capacidad del estudiante de reproducir un saber pero en pocas ocasiones se le ofrecen al estudiante los elementos necesarios para que, a través de la escritura, pueda construirlo.
La posibilidad de escribir un buen parcial o una monografía no se vincula con el dominio que se tenga de los temas y conceptos de la materia ni tampoco del sistema de la lengua. No pocos profesionales, al momento e tener que dar forma escrita a sus investigaciones, enfrentan la tarea de escribir un artículo, una ponencia, una tesis, como un desafío complejo. ¿En qué consiste ese desafío? Fundamentalmente en tomar determinadas decisiones en función de objetivos que el escritor se ha trazado para que el texto resulte eficaz.
Escribir en la universidad implica que el enunciador se construya como miembro de la comunidad académica y se dirija a un enunciatario que no es el docente, aun cuando sea el que evalúa los textos, sino uno de sus pares. Producir un texto eficaz implica atender a las restricciones que las situaciones de escritura le imponen al escritor en las diversas disciplinas académicas. Así, por ejemplo, el que escribe un análisis sobre un texto, ¿se dirige a un lector que conoce el texto que comenta o a un lector que puede no haberlo leído? Es en función de una u otra opción que el escritor toma determinadas decisiones como, por ejemplo la elección del tipo y de la extensión de los ejemplos y citas textuales que incluirá en el texto. La decisión responde a objetivos diferentes: en el primer caso, tal vez, al de ofrecer al lector una mirada nueva sobre el texto conocido; en el segundo le resultará imprescindible ofrecer al lector la información necesaria para que pueda seguir el comentario sobre un texto que desconoce.
Así, por ejemplo, tener conocimiento del paradigma verbal lingüístico para escribir un texto narrativo no garantiza que se lo pueda utilizar de manera eficaz: el escritor debe atender a los efectos de lectura que desee provocar, ya que no es lo mismo narrar, por ejemplo, en presente, a fin de acercar al lector al acontecimiento narrado, que en pretérito perfecto, que lo distancia.

Los géneros académicos
Los textos son productos de la actividad humana; por lo tanto, están articulados en base a las necesidades, intereses y condiciones de funcionamiento de las formaciones sociales en el seno de las cuales son producidos.
En nuestro siglo, y sobre todo a partir de Bajtín, la noción de géneros discursivos fue aplicada progresivamente a un conjunto de producciones verbales organizadas bajo la modalidad de la escritura o la oralidad.
Para realizar la producción el emisor o enunciador dispone de un conjunto de géneros discursivos en uso en la lengua y de los conocimientos y representaciones que posee acerca de esos géneros. En base a su apreciación de la situación comunicativa o de la acción (Bronckart, 1996) en la que se encuentra, va a elegir el modelo textual que le parece más pertinente y más eficaz y va a realizar una producción más o menos conforme a ese modelo. Los géneros son múltiples, infinitos y no se constituyen como modelos de referencia estable y coherente dado que las producciones textuales tienen carácter histórico y, como tal, dinámico (hay géneros que desaparecen o se modifican; hay géneros que, como el correo electrónico o el mensaje de texto, surgen a raíz de las innovaciones tecnológicas). Por lo tanto, los géneros se le presentan al usuario de una lengua como un conjunto de textos de fronteras huidizas que se intersectan muchas veces solo parcialmente en la clasificación.
Son las secuencias que entran en la composición de los géneros las que pueden ser identificadas porque presentan ciertas regularidades de estructuración lingüística.
El género académico es la producción discursiva propia del ámbito académico que comprende a su vez diferentes tipos de textos, tales como el parcial, la monografía, el informe de lectura, para citar algunos. Una tesina se distingue del informe fundamentalmente en la composición de sus secuencias; si en la primera predomina la secuencia argumentativa, en el segundo la expositiva. Es en función de la situación comunicativa en la que se inscribe el texto que el enunciador elige un determinado género discursivo, un registro de mayor o menor formalidad, una construcción sintáctica más o menos compleja, profundiza o no el tema, hace referencia a saberes compartidos, etc., ya que o es lo mismo escribir, por ejemplo, un artículo sobre la globalización para un medio masivo de comunicación que para un libro de ciencias sociales. Esa situación comunicativa incide también en la estructura de un texto; es decir, rige la organización de las ideas o enunciados, esto es, su coherencia.

Escribir en el taller*
El libro*
Sus autores*
Bibliografía*


*Los apartados correspondientes a los títulos señalados con un asterisco que integran el prólogo han sido suprimidos en la presente versión.

viernes, 8 de abril de 2011

Jubilación de la ortografía

Mempo Giardinelli, Página/12, viernes 11 de abril de 1997

Desde hace años se sabe que Gabriel García Márquez es un mago capaz de colocar en el cielo de la literatura maravillosos fuegos artificiales. Pero somos muchos los escritores que crecimos con él, y gracias a él, que pensamos también que los fuegos artificiales son sólo eso: artificios. Y por lo tanto brillo efímero, golpe de efecto, momento deslumbrante.
La médula es otra cosa. Y en el caso de estas ideas que la prensa ha difundido (no he tenido la oportunidad de leer el discurso completo del Maestro) me parece que hay mucho de disparate en esa propuesta de «jubilar la ortografía».
Además de ser una propuesta efectista (y quiero suponer que poco pensada), es la clase de idea que seguramente aplaudirán los que hablan mal y escriben peor (es decir, incorrecta e impropiamente). No dudo que tal jubilación (en rigor, anulación) sólo puede ser festejada por los ignorantes de toda regla ortográfica. Digámoslo claramente: suena tan absurdo como jubilar a la matemática porque ahora todo el mundo suma o multiplica con calculadoras de cuatro dólares.
En mi opinión, la cuestión no pasa por determinar cuál regla anulamos, ni por igualar la ge y la jota, ni por abolir las haches, ni por aniquilar los acentos. No, la cuestión central está en la colonización cultural que subyace en este tipo de ideas tan luminosas como efectistas, dicho sea con todo respeto hacia el Nóbel colombiano.
Y digo colonización porque es evidente que estas cuestiones se plantean a la luz de los cambios indetenibles que ocasiona la infatigable invasión de la lengua imperial, que es hoy el inglés, y el creciente desconocimiento de reglas ortográficas y hasta sintácticas que impera en las comunicaciones actuales, particularmente Internet y el llamado Cyberespacio.
Frente a esa constatación de lo virtual que ya es tan real, ¿es justo que bajemos los brazos y nos entreguemos sin luchar? ¿Es justo que porque el inglés es la lengua universal y es tan libre (como anárquica), el castellano deba seguir ese mismo camino? ¿Por el hecho de que el cyberespacio está lleno de ignorantes, vamos a proponer la ignorancia como nueva regla para todos? ¿Por el hecho de que tantos millones hablen mal y escriban peor, vamos a democratizar hacia abajo, es decir hacia la ignorancia?
Si las difundidas declaraciones de García Márquez son ciertas, a mí me parece que hay un contrasentido en su propuesta de preparar nuestra lengua para un «porvenir grande y sin fronteras». Porque el porvenir de una lengua (como el porvenir de nada) no depende de la eliminación de las reglas sino de su cumplimiento.
Por eso, a los neologismos técnicos no hay que «asimilarlos pronto y bien... antes de que se nos infiltren sin digerir», como él dice. Lo que hay que hacer es digerirlos cuanto antes, y para digerirlos bien hay que adaptarlos a nuestra lengua. Como se hizo siempre y así, por caso, «chequear» se nos convirtió en verbo y «kafkiano» en adjetivo. Y en cuanto al «dequeísmo parasitario» y demás barbarismos, no hay que negociar su buen corazón, como aparentemente propone García Márquez. Lo que hay que hacer es mejorar el nivel de nuestros docentes para que sigan enseñando que esos parásitos de la lengua son malos.
Eso por un lado.
Y por el otro está la cuestión de para qué sirven las reglas, y el porqué de la necesidad de conocerlas y respetarlas. No voy a defender las haches por capricho ni por un espíritu reglamentarista que no tengo, pero para mí seguirá habiendo diferencias sustanciales entre «lo hecho» y «lo echo»; y sobre todo entre «hojear» y «ojear» un libro.
Tampoco me parece que sea un «fierro normativo» la diferencia entre la be de burro y la ve de vaca. Ni mucho menos me parece poco razonable la legislación sobre acentos agudos y graves, ni sobre las esdrújulas, ni sobre las diferencias entre ene-ve y eme-be, y así siguiendo, como diría David Viñas.
Las reglas siempre están para algo. Tienen un sentido y ese sentido suele ser histórico, filosófico, cultural. La falta de reglas y el desconocimiento de ellas es el caos, la disgregación cultural. Y eso puede ser gravísimo para nosotros, sobre todo en estos tiempos en que la sabiduría imperial se ha vuelto tan sutil y astuta. Las propuestas ligeras y efectistas de eliminación de reglas son, por lo menos, peligrosas.
Precisamente porque vivimos en sociedades donde las pocas reglas que había se dejaron de cumplir o se cumplen cada vez menos, y hoy se aplauden estúpidamente las transgresiones. Es así como se facilitan las impunidades.
Y así nos va, al menos en la Argentina.
En todo caso, eliminemos la absurda policía del lenguaje en que se ha convertido la Real Academia. Democraticémosla y forcémosla a que admita las características intertextuales del mundo moderno, hagamos que celebre las oralidades, que festeje las incorporaciones como riquezas adquiridas. Esa sería una tarea revolucionaria. Pero manteniendo las reglas y, sobre todo, haciéndolas cumplir.

Botella al mar para el Dios de las palabras

Gabriel García Márquez, La Jornada, México, 8 de abril de 1997

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»
El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lágrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.