jueves, 19 de mayo de 2011

Tesis sobre el cuento

Ricardo Piglia

I
En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: "Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida". La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II
El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III
Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV
En "La muerte y la brújula", al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. "Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim." Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en "El Sur", como la cicatriz en "La forma de la espada") de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V
El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII
"El gran río de los dos corazones", uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo "kafkiano".
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX
Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En "La muerte y la brújula", la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en "El muerto", con Nolam en "Tema del traidor y del héroe".
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI
El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato", decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

El relieve del texto. La ocurrencia

Alicia Steimberg, en: Aprender a Escribir. Fatigas y delicias de una escritora y sus alumnos. Buenos Aires, Aguilar, 2006.

En la primera parte de un cuento tradicional como “Caperucita Roja” se empieza por hablar de lo habitual, de lo que pasa siempre: “Caperucita era una niña que vivía con su mamá muy cerca del bosque. Era una niña muy buena que hablaba con los animales...”. Mas detalles sobre la vida de Caperucita y después: “Un día...”. Y allí empieza realmente el cuento. Lo que pasó “un día” no es lo habitual, no es lo general. Es lo excepcional. Ese hecho excepcional es como una colina, a veces como una montaña, algo que se alza sobre la planicie y marca el relieve. Como ustedes recordarán, hay varios hechos excepcionales más, que también son elevaciones sobre el llano, y que mantendrán el interés y pueden llegar al horror o a la franca carcajada.
Mirarse en un espejo es algo que sucede todos los días. Ver en ese espejo nuestras caras soñolientas, sin maquillaje, con la barba crecida, con las arrugas más marcadas, también. Pero un día...
Por ejemplo hoy, al mirarme en el espejo del baño, descubro que tengo una manchita roja en el blanco del ojo derecho. Un pequeño derrame. Lo pienso con esas palabras, “un pequeño derrame”. Cuatro minutos después, vestida y calzada, estoy en un taxi camino al hospital. Un pequeño derrame. La hipertensión. O, ¿quién sabe?, presión alta en el ojo, glaucoma, ceguera, seré una ciega con recuerdos visuales. No una ciega congénita que nunca vio una puta cosa. Diez minutos después estoy en otro taxi, regresando a casa del hospital. Me vieron dos médicos muy amables, no tengo presión alta de ninguna clase, debo haberme lastimado con el lápiz delineador, la manchita roja se irá en unos días.
Y vuelvo a sentarme junto a esa ventana, a escribir. Y lo que antecede es justamente lo que he escrito. Qué pasó, dónde y cuándo. Esta frase, en forma de pregunta, aparece al pie de página de cada uno de los capítulos en un librito inglés titulado 1066 and All That. Lo que escribimos es lo que pasó, y no siempre, dónde y cuándo pasó. Hay otros detalles igualmente importantes, por ejemplo, a quién le pasó, que en general se consignan en el relato. Lo ocurrido puede resumirse, pero jamás dará una idea de cómo es el texto. Eso lo darán las circunstancias, que no pueden resumirse, y que además dan algo fundamental el texto literario: relieve. De nuevo estamos enfrentados a la “visualidad”. He leído relatos de “sexo explícito” donde los personajes están en medio de la nada, ni siquiera se sabe si les gusta o les disgusta lo que hacen, si están desnudos o vestidos, si están tendidos en una cama o flotando en el aire.
Veamos un ejemplo de relieve proporcionado por una ocurrencia. En inglés existe una palabra, “serendipity”, que sería el equivalente de “ocurrencia feliz”, casualidad o coincidencia feliz.
Primer párrafo del cuento “Leonor” , de Hebe Uhart:
Cuando Leonor era chica, su mamá hacía albóndigas de harina de mandioca. Las albóndigas de harina de mandioca son duras como si tuvieran plomo, secas como si fueran de arena y malignamente compactas. Si uno las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo; si uno está contento, esa bola marrón, sin nada aceitoso, es un alimento merecido y vivificante.
Siempre digo que si Hebe Uhart no hubiera escrito en su vida nada más que este párrafo, de todas maneras por este párrafo se hubiera sabido que es una gran escritora. Y una fina escritora. Las personas y las cosas de las que habla y va a hablar en este cuento, pertenecen al mundo de la pobreza, del campo pobre, de los pisos de tierra y alimentación a base de pan y de porotos. Uhart maneja las palabras con infinito cuidado, como s fuera un cristal. El no disfrutar de un alimento un poco reseco y pesado no tiene que ver con la ausencia del deseo de comerlo: tiene que ver con la tristeza. Y disfrutar de esa misma comida estando alegre, es disfrutar del simple hecho de estar alegre, de estar vivo. Lo más notable del párrafo, para mí, es eso de que si uno las come estando triste, hace de cuenta que come un páramo. Y la elección de la palabra “páramo” es una ocurrencia genial.
Estas comparaciones improbables, sustentadas por una ocurrencia, pueden ser notables hallazgos. Al comienzo de su novela The Bell Jar (La campana de cristal) Sylvia Plath usa mucho este recurso, y ninguna de las comparaciones dejan de producir interés y asombro. La narradora habla de la ejecución del matrimonio Rosenberg en la silla eléctrica en Estados Unidos en la década del sesenta, y dice que la impresionó tanto como haber visto por primera vez un cadáver, cosa que su novio de entonces le hizo posible porque era estudiante de medicina. Una vez que la muchacha vio el cadáver siguió “viéndolo durante tanto tiempo, que terminó por sentir que siempre arrastraba tras ella la cabeza del cadáver, atada a una cuerda como un globo negro y sin nariz que apestaba a vinagre”.
La ocurrencia es uno de los fenómenos que no se puede enseñar. A uno se le ocurre algo gracioso, o sorprendente, o ingenioso, o no. Pero la ocurrencia está muy vinculada con el estado de ánimo y el humor. A la gente que dice que no tiene humor, y que por lo tanto no puede escribir con humor, hay que preguntarle si es capaz de tomarse a sí mismo con humor. En general se tolera bien que a uno le pregunten si se cree tan importante que sólo puede tomarse en serio. Hasta el más serio se ríe.
Ustedes me dirán: “¿Entonces un buen texto depende las palabras que se elijan? ¿Hablar de un páramo en vez de hablar de una zapatilla?”. En casa decían que la carne estaba dura como “zapatilla”. Sí, porque mientras leemos, aunque sea por un segundo, estas frases se convierten en imágenes en nuestro pensamiento. Uno se puede ver a sí mismo mordiendo una zapatilla. Es más difícil verse a sí mismo comiendo un páramo, pero se puede hacer, y precisamente la enormidad de la proporción nos hace sonreír. Sonreír por tristeza, por un segundo, y enseguida desear saber cómo sigue la historia.
Veamos ahora con cuánta discreción trata Uhart las diferencias del lenguaje que habla Leonor, cuyo idioma natal puede haber sido ¿el guaraní? ¿el mapuche?:
Leonor creció y llegó a los dieciocho años. Su mamá le dijo:
–Hija, usted debe casarse. Cuando una se casa le dan una libreta, el hombre trae pan blanco y zapatos taco alto. Después que se casa con ese polaco, le trae unos aros a la mamita.
Leonor dijo:
–Sí, mamita, pero el polaco muy grande es.
El polaco medía casi dos metros; todo el día arrancaba yuyos y los domingos no iba al baile, trabajaba.
–¿Qué importa? –dijo la madre.
–Sí, mamita –dijo Leonor–. Yo me caso, pero me da vergüenza hablar delante de él.
La madre le dijo:
–La vergüenza después se va y él no habla total. Usted le dice: “¿Querría un plato de porotos?” Y un día comen porotos, otro día pan de harina blanca y él se pone contento porque mi hijita es muy buena. Usted siempre sonriente, no le lleva la contraria y él se va a amansar y va a hablar. Eso sí, nunca lo provoque, que él maneja muy mucho la azada y la pala.
Bien, destaqué la última frase porque, aunque ya hubo relieve antes, ahora llegó el relieve en serio, la posibilidad de que sobrevenga algo muy distinto de lo que viene brindando el relato. Algo de otro orden diferente puede suceder. Es como si en vez de estar cenando tranquilamente en el comedor, supiéramos que es posible que haya un bombardeo.
El suspenso no es fácil de manejar pero tampoco es tan difícil. A veces consiste en cuidar que el detalle inquietante no se insinúe ni se adelante para nada. El ejemplo que sigue está destinado a mostrar cómo fue mejor borrar todo indicio de cierto detalle que el lector no conoce y sólo dejarlo aparecer en el párrafo siguiente. El fragmento que veremos me fue entregado por Silvia Rupati, una joven italiana que hace sus primeras armas en narrativa, para que yo le diera mi opinión. El texto estaba en italiano y lo traduje con ayuda de Silvia. Tal vez convenga decir que Silvia lo escribió con una consigna: tenía que hablar del barrio en el que vive, llamado L´Esqulino, en Roma. El recurso narrativo que usó fue hacer que el lector siga las evoluciones de un personaje por el barrio mientras realiza sus tareas cotidianas. El nombre de este personaje, también título del cuento, es Roberta:
Cuando me visto lo primero que me pongo son las medias. Mis preferidas son las que tienen raya. Es como un rito: abro la puerta del armario que tiene un espejo de cuerpo entero en la parte interior, coloco los seguros para que no se cierre; al sentarme giro por un instante dando una vuelta, más que nada por costumbre, me dejo caer en un pouf marroquí. Esta no es la postura ideal para subirse un par de medias. Mejor sería quedarse parada, apoyándose en la cama o en el bidet , pero mientras estoy allí girando sobre mi misma, es como si estuviera haciendo el amor con impropio cuerpo. Al principio el nylon no quiere saber nada de subir más allá de la rodilla, entonces con los dedos mojados de saliva logro superar el obstáculo y un segundo después las piernas se han vuelto de seda. La última fase la realizo lentamente, con pereza, como si no conociera el camino. Cuando el elástico tira y ajusta en los flancos, ninguno podría decir que no soy mujer.
Dicen que quién trabaja de noche vive más, lo que no dicen es que si te haces llamar Roberta y eres un hombre, te resultará suficiente vivir el tiempo asignado a tu vida.
Opino que si suprime la frase en bastardilla en el primer párrafo, la revelación en el párrafo siguiente hará un verdadero impacto. La razón es obvia: es preferible no insinuar la menor sospecha sobre el sexo del personaje central antes de que llegue esta súbita revelación, que no insinúa sino que directamente expone un hecho que todos van a tomar en serio.
Los que tienen poca experiencia en la escritura de ficción dirán: ¿Cómo se hace para estar alerta y no dejar que el relato se adelante y se pierda el suspenso? La respuesta es: nadie espera que los textos salgan sin errores de nuestras cabezas. Se escribe como se puede, con errores de diversas clases, y sólo en las relecturas se observa qué es necesario corregir.

El pasajero

Franz Kafka

Permanezco de pie en la plataforma del tranvía, completamente inseguro respecto a mi situación en este mundo, en esta ciudad, en mi familia. Ni siquiera podría precisar las pretensiones que estaría en condiciones de alegar con derecho. Me es absolutamente imposible defender que esté aquí de pie, agarrado al asidero, que me deje llevar por este vagón, que la gente evite el tranvía o pase de largo en silencio o que descanse frente a la ventana. Nadie lo reclama de mí, es cierto, pero eso es indiferente.
El tranvía se aproxima a una parada; una muchacha se acerca al peldaño, dispuesta a subir. Aparece ante mí con tal claridad que me parece haberla tocado. Está vestida de negro, los pliegues de la falda apenas se mueven, la blusa, que acaba en cuello de punta de redecilla blanco, se ciñe al cuerpo, la palma de la mano izquierda se apoya en la pared, el paraguas, en la mano derecha, permanece apoyado en el segundo escalón. Posee un rostro moreno; la nariz, débilmente aplastada en los laterales, termina en una forma redondeada y ancha. Tiene pelo castaño abundante y algunos cabellos cubren la mejilla derecha. Su oreja pequeña queda pegada a la cabeza; no obstante, como estoy cerca, puedo ver la parte trasera del lóbulo y la sombra en la raíz.
En aquel instante me pregunté: ¿cómo es posible que no quede maravillada ante sí misma, que permanezca con la boca cerrada y no diga nada que exprese su asombro?

Infierno Grande


por Guillermo Martínez


Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa polvorienta, la barba crecida, y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cervino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa, que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... en fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.
Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era buen mozo... Y comentaban entre sí con risitas de complicidad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño - que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.
Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.
Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos detrás del puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.
Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente en torno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me pareció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí, las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con vendas en los ojos. Miré al comisario y el comisario también sabía, nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia delante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.
La Francesa regresó pocos días después: su padre se había recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.

En: Infierno grande. Cuentos. Legasa, Buenos Aires, 1989.

Domingo de Carne


Javier Marías
Estábamos alojados en el Hotel de Londres y durante las primeras veinticuatro horas en la ciudad no habíamos salido de la habitación, sólo nos habíamos asomado a la terraza para ver desde allí La Concha, demasiado llena para que resultara un espectáculo agradable. Sólo resulta grato lo que no es masivo y es distinguible, y allí no había manera de fijar la vista en nadie, pese a los prismáticos, el exceso de carne nivela e iguala. Los habíamos llevado por si algún domingo íbamos a Lasarte, al hipódromo, no hay mucho que hacer en San Sebastián los domingos de agosto, estaríamos allí tres semanas, nuestras vacaciones, cuatro domingos pero tres semanas, porque aquel segundo día de estancia era domingo y partiríamos un lunes.
Yo me asomaba más que mi mujer, Luisa, siempre con los prismáticos en la mano, o mejor dicho, colgados del cuello para que no pudieran resbalárseme y caer desde la terraza al suelo, hechos añicos. Intentaba fijarme en alguien de la playa, escoger a alguien, pero había demasiadas personas para poder guardarle fidelidad a ninguna, hacía panorámicas con las lentes de aumento, iba viendo centenares de niños, docenas de gordos, decenas de chicas (ninguna con el pecho descubierto, en San Sebastián es aún infrecuente), carne joven y madura y vieja, carne de niño que aún no es carne, carne de madre que es en cambio la que es más carne porque ya se ha reproducido. En seguida me cansaba de mirar y entonces volvía a la cama, donde reposaba Luisa, le daba unos besos, luego regresaba a la terraza, miraba de nuevo con los prismáticos. Quizá me aburría, y por eso sentí un poco de envidia cuando vi que dos habitaciones más allá, a mi derecha, había un individuo que, también con prismáticos, los mantenía fijos en algún punto interesante, sin bajarlos más que al cabo de un rato y sin moverlos mientras miraba: los sostenía en alto, inmóviles, durante un par de minutos, luego descansaba el brazo y al poco volvía a alzarlo, siempre en la misma posición, no desviaba su mirada un ápice. Él no estaba asomado, al contrario, observaba desde dentro de la habitación, y por tanto yo sólo le veía el brazo con vello, hacia dónde, exactamente hacia dónde estaría mirando, me pregunté con envidia, yo deseaba fijar mi vista, sólo cuando se fija se descansa de veras y se pone interés en lo que se contempla, yo hacía barridos solamente, carne y más carne sin individualizar, si por fin salíamos de la habitación Luisa y yo y bajábamos a la playa (estábamos haciendo tiempo a que se despejara un poco, a la hora de comer previsiblemente), formaríamos parte del conglomerado de carnes idénticas en la distancia, nuestros cuerpos reconocibles quedarían perdidos en la uniformidad que procuran la arena y el agua y los trajes de baño, sobre todo los trajes de baño. Y aquel hombre de mi derecha no se fijaría en nosotros, nadie que mirara desde arriba —como él y yo hacíamos— se fijaría en nosotros una vez que formáramos parte del desagradable espectáculo. Tal vez por eso, para no ser divisados, para no ser enfocados ni distinguidos, es por lo que los veraneantes gustan de desnudarse un poco y mezclarse con otros semidesnudos entre arena y agua.
Intenté calcular hacia qué punto podían dirigirse los ojos fijos del hombre, de mi vecino, y logré acotar un espacio no lo bastante pequeño para que mi vista reposara del todo y se tomara interés en lo interesante, pero al menos de este modo, copiándole en su mirada o intentando adivinársela, pude descartar la mayor parte de la extensión que tenía ante mí, una playa.
—¿Qué miras? —me preguntó mi mujer desde la cama. Hacía mucho calor y se había puesto una toalla mojada sobre la frente, casi le tapaba los ojos, que no se interesaban por nada.
—No lo sé aún —dije sin volverme—. Estoy tratando de ver qué es lo que mira un hombre que está aquí al lado, en otra terraza.
—¿Por qué? Qué más te da. No seas curioso.
Me daba lo mismo, en efecto, pero en verano se trata de perder el tiempo más que de ninguna otra cosa, si no se tiene la sensación de estar en esa estación, que ha de ser lenta y sin objetivo.
Según mis cálculos y mi observación, el individuo de mi derecha tenía que estar mirando hacia una de cuatro personas, todas ellas bastante cercanas entre sí y alineadas en última fila, lejos del agua. A la derecha de esas personas se abría un pequeño hueco, también a su izquierda, eso fue lo que me hizo pensar que miraba a una de esas cuatro. La primera (de izquierda a derecha, como en las fotos) me mostraba o nos mostraba la cara, ya que estaba recibiendo el sol de espaldas: era una mujer aún joven, estaba leyendo un periódico, tenía desabrochada la parte superior del bikini, no quitada (eso está mal visto en San Sebastián todavía). La segunda estaba sentada, otra mujer, de más edad, más corpulenta, con traje de baño de una sola pieza y un sombrero de paja, se untaba crema: sería una madre, pero sus hijos la habían abandonado, tal vez jugaban junto a la orilla. La tercera persona era un hombre, quizá su marido o su hermano, era más esbelto, tiritaba por capricho de pie sobre su toalla, como si estuviera recién vuelto del agua (tiritaba por capricho porque el mar no podía estar frío). La cuarta era la más distinguible porque estaba vestida, al menos el tórax cubierto: era un hombre mayor (la nuca canosa) sentado de espaldas, erguido, como si a su vez estuviera observando o vigilando a alguien en la orilla o unas filas más adelante, la playa como un teatro. Fijé mi mirada en él: estaba sin duda solo, no tenía que ver con el que estaba a su izquierda, el hombre que tiritaba en falso. Llevaba puesta una camiseta verde de manga corta, no podía ver si debajo tenía el traje de baño o un pantalón, si estaba vestido, inadecuadamente en aquel lugar, de estarlo llamaría la atención por eso. Se rascaba la espalda, se rascaba la cintura, la cintura era gruesa, debía pesarle, sería uno de esos hombres a los que les cuesta mucho incorporarse, para hacerlo tienen que echar los brazos hacia delante, con los dedos estirados como si alguien fuera a tirar de ellos. Se rascaba la espalda, un poco como si se señalara. No pude esperar a comprobar si se incorporaba así, con dificultad, ni a ver si llevaba pantalones o traje de baño, pero sí a saber que era él el objetivo de mi vecino, porque de pronto, con mis prismáticos fijos por fin en su cintura gruesa y su espalda ancha, vi cómo se derrumbaba, caía hacia delante, sentado, como caen las marionetas cuando las abandona la mano que las sujetaba. Había oído un golpe seco y amortiguado, y aún me dio tiempo a ver que lo que desaparecía de la terraza de mi derecha no era ya el brazo de mi vecino con los prismáticos, sino su brazo y el cañón de un arma. Creo que no se dio cuenta nadie, aunque el individuo que tiritaba se quedó parado, ya sin frío.
en "Cuando fui Mortal" de Javier Marías

Visualización. Concreto versus abstracto

por Alicia Steimberg.

Veamos cuáles son esas dos características de un buen texto narrativo de ficción que observé en el comienzo de la mayoría de los libros calificados como excelentes. Pero aun antes de enunciarlas, debo advertir que estos dos parámetros no son suficientes para escribir un buen texto: también están presentes en muchos bodrios y bozafias. Lo que quiero decir es que en la gran mayoría de los textos que son buenos, por muy variados motivos, se dan estas características. Eso es todo. La norma se puede formular de esta manera:

En un buen texto de ficción, prácticamente desde el primer párrafo, el lector puede imaginar visualmente lo narrado.
En todos esos buenos textos hay una preeminencia de lo concreto sobre lo abstracto.


Antes de que caigan sobre mí para demostrarme que no siempre es así, me apresuro a dar yo misma un ejemplo de que, efectivamente, no siempre es así. Uno de esos casos de narrador de ficción que hace cosas diferentes además de las que ha enunciado es Macedonio Fernández.
Veamos primero, en una lista de libros de ficción tomados al azar de los estantes de mi biblioteca, las líneas con que comienza el texto. Los siguientes ejemplos son comienzos de novelas:

“Los viernes de la eternidad”, de María Granata:
Se quedó mirándolo, quieta como una langosta. Y hasta es posible que haya crujido. Con las manos no pudo hacer nada, ni siquiera santiguarse, y pese a que sus ojos estaban a punto de reventar a fuerza de desorbitadas, tuvo entereza.

Los adioses”, de Juan Carlos Onetti:
Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada.

“Pedro Páramo”, de Juan Rulfo:
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.

“La invención de Morel”, de Adolfo Bioy Casares:
Hoy en la isla ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó. Puse la cama cerca de la pileta de natación y estuve bañándome, hasta muy tarde. Era imposible dormir. Dos o tres minutos afuera bastaban para convertir en sudor el agua que debía protegerme de la espantosa calma. A la madrugada me despertó un fonógrafo.

“El silencio”, de Antonio Di Benedetto:
La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro el ruido. Lo busco con la mirada, como si fuera posible determinar su forma y el alcance de su vitalidad. Viene de más lejos de los dormitorios de un terreno desocupado, que yo no he visto nunca, los fondos de una casa espaciosa que emerge en otra calle.

“Rayuela”, de Julio Cortázar:
¿Encontraría a la maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua.

“Marianela”, de Benito Pérez Galdós:
Se puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba la noche.

“Acerca de Roderer”, de Guillermo Martínez:
Vi a Gustavo Roderer por primera vez en el bar del Club Olimpo, donde se reunían a la noche los ajedrecistas de Puente Viejo. El lugar era lo bastante dudoso como para que mi madre protestara en voz baja cada vez que iba allí, pero no lo suficiente como para que mi padre se decidiera a prohibírmelo.

“Yo, el supremo”, de Augusto Roa Bastos:
Yo el Supremo Dictador de la República: Ordeno que al acaecer mi muerte mi cadáver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo.

“Ulises”, de James Joyce:
Imponente y rollizo, Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, con una bacía desbordante de espuma, sobre la cual traía, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana hacía flotar con gracia la bata amarilla desprendida.


Bien. Hasta aquí eran novelas y la nouvelle de Bioy. Veamos ahora los comienzos de los cuentos. Como se trata siempre de narrativa, sigo adelante sin más trámite:

“La luz de un nuevo día”, de Hebe de Uhart:
Todavía no se explicaba cómo se pudo caer. Ella fue a tender una colcha en la terraza y cuando bajó la escalera se comió el último escalón. Estaba todo oscuro y si bien tuvo la sensación de que daba un paso en falso e el aire, fue como si algo, el espíritu de esa oscuridad, la obligara a hacerlo.

“Nadie encuentra las lámparas”, de Felisberto Hernández:
Hace mucho tiempo leía yo un cuento en una sala antigua. Al principio entraba por una de las persianas un poco de sol. Después se iba echando lentamente encima de algunas personas hasta alcanzar una mesa que tenía retratos de muertos queridos.

“Amor”, de Clarice lispector:
Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción.

“En un domingo oscuro”, de Isidoro Blaistein:
El matrimonio de viejos había visto todo. Había visto el automóvil que doblaba la esquina a toda velocidad, el resplandor de los fogonazos y el hombre que se levantaba en el aire, se sacudía, rebotaba en la pared y caía.

“Funes el memorioso”, de Jorge Luis Borges:
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo
cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre.

“Las casas del profesor”, de Úrsula Le Guin:
El profesor tenía dos casas, una dentro de la otra. Vivía con su esposa y su hija en la casa externa, que era cómoda, limpia, desordenada, donde no había suficiente lugar para los libros de él, los papeles de ella y los rápidamente desechados tesoros de la niña.

“Pequeñas avalanchas”, de Joyce Carol Oates:
Hacía rato que molestaba a mamá pidiéndole una moneda, y finalmente me la dio. Fui por el sendero hasta un atajo para llegar a la autopista y seguí hasta la estación de servicio. Había dos máquinas en el garage, y tuve que decidir entre la de gaseosas y la de golosinas.

“Así es mamá”, de Juan José Hernández:
No he conocido a nadie que posea la blancura de mamá. ¿Cómo extrañarse de que se llame Blanca? Vanamente, las pensionistas de mi casa pretenden imitarla: se pintan de azul los párpados, caminan sobre tacos Luis XV, cruzan las piernas y fuman con aire lánguido.

“Bola de Sebo”, de Guy de Maumpassant:
Durante varios días consecutivos habían cruzado por la ciudad jirones del ejército derrotado. No se trataba de la tropa, sino de hordas desbandadas. Los hombres llevaban barbas crecidas y sucias, uniformes andrajosos, y avanzaban con paso cansado y sin bandera, sin regimiento.

“Buena gente del campo”, de Flannery O´Connor:
Además de la expresión neutral que adoptaba cuando estaba sola, la señora Freeman tenía otras dos, de avance y de repliegue, que usaba en todas sus relaciones humanas. Su expresión de avance era aplomada y avasallante como la marcha de un camión pesado. Sus ojos no se desviaban jamás a derecha e izquierda, sino que se movían con el curso de sus monólogos como si siguieran una línea amarilla trazada en medio del camino.


En el curso de esta investigación sobre la visualidad del texto, que no he descubierto yo sino la ha descubierto ya Borges en 1935, en el primer prólogo a “Historia Universal de la Infamia”, cuando dice en su autocrítica a los cuentos del volumen “la reducción de la vida entra de un hombre a dos o tres escenas”, y enseguida: “El propósito visual rige también cuento Hombre de la esquina rosada”; en esta investigación, decía, no sólo está involucrada la vista, sino también otros sentidos. Observen que entre los veinte ejemplos de comienzos de novelas y cuentos, no sólo se apela a lo visual: “El Silenciero”, de Antonio Di Benedetto, hace una increíble fusión entre lo visual y lo auditivo. Dice, hablando del ruido recién descubierto: “Lo busco con la mirada, como si fuera posible determinar su forma y el alcance de su vitalidad”.
En su libro “Seis propuestas para el próximo milenio”, Italo Calvino habla de “una pedagogía de la imaginación que nos habitúe a controlar la visión sin sofocarla y sin dejarla caer, por otro parte, en un confuso y lábil fantaseo, sino permitiendo que las imágenes cristalicen en una forma bien definida, memorable, autosuficiente, icástica”.[1]
Traslademos esta propuesta de Calvino al acto concreto de escribir. Aunque nuestro propósito sea enterar al lector de la discusión que mantienen dos personajes, pongamos por caso, sobre la actitud y la conducta de los padres de los adolescentes de hoy ante los riesgos de la independencia demasiado temprana de los chicos. En lugar de reducirnos a registrar lo que dicen, veamos, dejemos brotar una visión de los dos hombres que están hablando (uno ha echado panza y está vestido como un oficinista; el otro lleva el pelo largo y su indumentaria es la de un adolescente, etc.).
Si hablo de cómo escribir mejor, debo evitar que el que me lea se quede con la impresión de que le estoy dando reglas y parámetros. Y si el que escribe, a pesar de que aplica mis consejos, produce un texto calificado como malo, no debe sentirse engañado. Yo nunca dije que sabía cómo se ayuda a alguien que no es escritor a ser escritor. Pero es seguro que leerá mejor y disfrutará más de la lectura y, con el tiempo, ¿quién sabe lo que puede pasar con el tiempo? Lo que puedo decir por el momento es que una vez escrito un texto hay que revisarlo, y si se nota una acumulación de generalizaciones y abstracciones, será bueno nutrirse de ejemplos acerca de cómo comienzan sus textos los buenos autores de ficción. Cómo los comienzan y cómo los siguen. Hay que apilar sobre el escritorio no menos de diez textos que a uno le gusten mucho, preferentemente escritos en español en el original, aunque un par de traducciones puede venir bien para aprender recursos y juegos lingüísticos de otros idiomas. Como traductora puedo decir que manejar otro idioma además del propio en forma casi bilingüe es una ventaja enorme para el profesor. Los alumnos que no poseen ese capital aprenden, por los comentarios del profesor, que otro idioma es, en muchas cosas, otra manera de pensar. Bilingües totales hay pocos; son esos seres afortunados con familias donde se habla otro idioma, o que pasaron sus primeros años en un lugar donde se hablaba otro idioma, y vinieron, por ejemplo, de Rumania, a los nueve o diez años, y conservaron el idioma, aunque el rumano no sea tan útil como el english. No les crean a los que dicen que no toleraron aprender inglés porque son antiimperialistas. No pudieron porque no tuvieron el privilegio de que los papás los mandaran a un carísimo colegio bilingüe o recurrieran a otro método para que aprendieran desde chicos. Pero es cierto, y aprovechemos este largo interludio para hablar de cosas que también hacen a la buena escritura. Es cierto que hay simpatía o antipatía y hasta odio hacia otros idiomas. De chica me disgustaba el idish, no quería oírlo ni aprenderlo, y era porque en casa había una postura anti-idish de mi familia materna, judíos que trataban de disimular que lo eran, contra la actitud tradicionalista y cariñosa de la familia paterna.
Pero volvamos a la visualidad y a la preeminencia de lo concreto sobre lo abstracto en los buenos textos y su escasez o ausencia en los malos, que, según observé, también eran malos textos por otros motivos. Lo que más me intrigaba en mi búsqueda era la existencia de una franja intermedia de textos que no eran despreciables, por el contrario, parecían buenos textos con una gran falla.. Es cierto que revelaban a una persona bien entrenada para la escritura, que además tenía ideas inteligentes. Pero la falta de visualidad y el predominio de palabras abstractas conspiraban contra la simple aceptación del texto por parte delos lectores.
Les dejo a ustedes la tarea de buscarlos. Son, como me enseñaron a decir, “la excepción que confirma la regla”, aunque yo creo que no confirma nada, simplemente es una excepción que existe.


En: “Aprender a escribir”.


[1] “Si he incluido la Visibilidad en mi lista de valores que se han de salvar, es como advertencia del peligro que nos acecha de perder una facultad humana fundamental: la capacidad de enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados, de hacer que broten colores y formas del alineamiento de caracteres alfabéticos negros sobre una página blanca, de pensar con imágenes”. En Calvino, Italo, Seis propuestas para el próximo milenio, Madrid, Siruela, 1994, p.107.

El gato negro

de Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
Traducción de Julio Cortázar