viernes, 15 de abril de 2011

La escritura y sus formas creativas

Alvarado, Maite y Yeannoteguy, Alicia, La escritura y sus formas creativas, Buenos Aires, Eudeba, 1999.


1. La escritura

¿Qué es la escritura?
La escritura es un código o sistema de signos gráficos que permite la representación visual del enunciado. Es decir, no cualquier marca gráfica aislada constituye escritura; para que haya escritura es necesario un código, un sistema de signos a través del cual se representa lo que se dice. A partir de esta conceptualización, se ha podido diferenciar, en las primeras manifestaciones, la escritura de los dibujos. En sus inicios, todas las escrituras pasaron por una etapa pictográfica, en la que los signos eran icónicos; pero los mensajes escritos, aun los más antiguos, se caracterizan por repetir, en distintas posiciones, los mismos signos, a los cuales se atribuye siempre el mismo significado. Esto no ocurre con el dibujo, que deja un margen de interpretación mucho mayor.

Breve historia de la escritura
Para que se inventara la escritura, debieron darse una serie de condiciones, la más importante de las cuales fue el asentamiento del hombre, es decir, el pasaje del nomadismo al sedentarismo, a la agricultura y a la domesticación de animales. Esta transformación inicia otra serie de transfor-maciones; entre ellas, la invención de la escritura. El antropólogo Claude Lévi-Strauss, en un artículo de su libro Tristes trópicos que se titula "La lección de escritura", sostiene que la escritura, más que una herramienta de desarrollo cultural, ha sido una herramienta de dominación y control de unos hombres sobre otros, ya que, durante la mayor parte de su historia, la inmensa mayoría de la humanidad no sabía escribir y los pocos que dominaban esta técnica impusieron su visión del mundo a los otros. Para sostener su posición de que la escritura no ha sido una herramienta cultural tan decisiva, Lévi-Strauss pone como ejemplo el hecho de que la revolución más importante que se ha dado en la historia, el pasaje del nomadismo al sedentarismo, se hizo sin el auxilio de la escritura.
Los documentos escritos más antiguos que se han encontrado son del 3500 antes de Cristo. Son tablillas de arcilla grabadas con punzón, encontradas en la Mesopotamia. Según la Historia de la escritura de Ignace Gelb, lo que llevó a los sumerios a inventar la escritura fue el excedente en las cosechas provocado por una innovación en el sistema de riego. Al parecer, la implementación de un sistema de canalización novedoso dio como resultado cosechas muy abundantes e hizo necesario almacenar el sobrante en depósitos. Surgió así la necesidad de contabilizar entradas y salidas de la mercadería que estaba almacenada en esos silos. Este hecho habría motivado el surgimiento de la escritura.
Durante milenios, la escritura tuvo una función acotada al comercio y la administración. Es decir, fue un sistema de registro o de notación, con usos y funciones muy limitadas. La mayoría de esas escrituras primitivas, a su vez, combinaban dibujos con signos que representaban sonidos, es decir, eran escrituras mixtas. En el año 2000 antes de Cristo, los fenicios crean la primera escritura fonética, basada en la reproducción de los sonidos del habla. Y es esa escritura la que los griegos van a adoptar, adecuándola a su lengua e incorporándole las vocales, que no existen en las escrituras semíticas. Los griegos importan la escritura fonética, le anexan las vocales e inventan, así, el alfabeto. Este es el origen de la escritura alfabética.

La escritura como tecnología
Pero para que la escritura no se limite a funciones administrativas y contables, tendrá que pasar mucho tiempo. En el siglo V antes de Cristo, Platón expresa sus recelos frente a esta tecnología. Platón es una especie de bisagra entre la dialéctica socrática, oral, y la lógica aristotélica, eminentemente escrita: escribe su filosofía, pero en forma de diálogos. En el Fedro, le hace decir a Sócrates que la escritura favorece el olvido. Es extraño, porque justamente la escritura, como memoria artificial, viene a reemplazar a la memoria biológica, a liberarla de la pesada carga de tener que conservar todos los conocimientos. En este sentido, la escritura no favorece el olvido sino la conservación de los conocimientos, además de que, al liberar a la mente de la tarea de memorizar, le permite ocuparse de tareas más creativas. En Oralidad y escritura, Walter Ong compara los reparos de Platón frente a la escritura con los que se hacían algunos años atrás a la calculadora de bolsillo o a la computadora; por ejemplo, se decía que si los chicos usaban la calculadora en la escuela, no iban a aprender las tablas de multiplicar. Platón pertenecía a una cultura que, si bien había adoptado la escritura hacía ya varios siglos, todavía no la había desarrollado como herramienta intelectual. En este sentido, se podría decir que seguía siendo una cultura dominantemente oral. Para las culturas orales, la conservación de las tradiciones, los conocimientos, la historia, descansan en la capacidad biológica de memorizar; lo que explicaría, por lo menos en parte, la desconfianza de Platón frente a esta tecnología que reemplaza, en gran medida, a la memoria.
El sociólogo Raymond Williams considera a la escritura como un medio de producción cultural que utiliza, como recursos, materiales y herramientas externos al cuerpo humano. A los medios de producción que se valen de recursos externos, los denomina "tecnologías". Es decir, la escritura es una tecnología. Todas las tecnologías de la comunicación requieren un aprendizaje, por parte del usuario, para introducir mensajes; pero sólo la escritura necesita, además, de un aprendizaje para poder recibirlos. Es decir que tanto la producción como la recepción de mensajes escritos requieren un entrenamiento largo y costoso, lo que pone en desventaja a la escritura respecto de otras tecnologías de la comunicación, como las audiovisuales. Nadie necesita aprender a "ver" televisión; en cambio, existe una institución, la escuela primaria, dedicada fundamentalmente a la enseñanza de la lectura y la escritura.
Walter Ong también define la escritura como una tecnología de la palabra, del mismo modo que la imprenta y la computadora. Nosotros pertenecemos a una cultura que ha incorporado y automatizado la escritura hasta casi naturalizarla; pero, en realidad, como afirma Ong, la escritura es la más artificial de las tecnologías de la palabra, simplemente porque fue la primera. Lo que luego hicieron la imprenta, la máquina de escribir o la computadora, no fue más que amplificar lo que ya estaba en la escritura.
¿En qué consiste la artificialidad de la escritura? En que separa la palabra del contexto vivo de la comunicación oral y la fija sobre una superficie. Lo que implica, por una parte, que el sujeto que fija la palabra la ve ahora transformada en objeto; y segundo, al fijarla en una superficie, con materiales que le permiten perdurar, hace posible una comunicación diferida y a distancia. Como consecuencia de esto, el hombre pudo volver sobre sus palabras en otro tiempo, revisarlas, revisar sus ideas, modificarlas, cuestionarlas. La escritura hizo posible una reflexión crítica respecto de las ideas propias y ajenas, e hizo posible el análisis y la disección del lenguaje y del pensamiento.
La escritura -como los lenguajes en general- es una herramienta simbólica o semiótica, que sirve para transformar las relaciones sociales. Así como las herramientas permiten transformar la naturaleza, el medio físico, los sistemas de signos permiten transformar las relaciones entre los hombres; por eso se habla de "herramientas semióticas". Estas últimas tienen la característica de que, a fuerza de uso, terminan por interiorizarse. En este sentido, Walter Ong sostiene que la escritura reestructuró la conciencia: a fuerza de usar esta herramienta, la mente del hombre terminó transformándose, generando operaciones cognitivas que antes no eran posibles. Desde una perspectiva histórica, se trata de un proceso muy largo, en el que la escritura fue cambiando sus funciones. Y para que estos cambios se realizaran, también fue necesaria una serie de transformaciones materiales, tanto en el soporte como en las herramientas que se usaban para escribir.

Cambios en el soporte
Los documentos escritos más antiguos que se encontraron, los de los sumerios, son tablillas de arcilla talladas con punzón. Entre estas y la pantalla de la computadora ha habido una serie de mutaciones en el soporte de la escritura que han incidido en los modos de leer y escribir. Por ejemplo, se pasó de la superficie rígida de la arcilla a los rollos de papiro en los que se escribía con pincel. Fue un avance importante porque los papiros podían transportarse con más facilidad y no exigían el esfuerzo físico del tallado, pero presentaban otras dificultades: había que desenrollarlos a medida que se leía, y se volvían a enrollar por el otro extremo, de modo que no había posibilidad de volver atrás para releer. Alrededor del siglo I de nuestra era, hubo un salto importante al pasar al codex o códice, que ya tenía formato de libro: eran folios, hojas de pergamino; el códice permitía la relectura, la vuelta atrás.
Hasta el siglo XII, las palabras no estaban separadas en los textos, es decir, las palabras se presentaban en un continuo similar al del habla (cuando hablamos, no separamos las palabras). Esto, sumado a que no había puntuación, dificultaba enormemente la lectura. Tampoco estaba unificada la ortografía, por lo cual una misma palabra podía escribirse de diferentes maneras. La unificación de la ortografía es posterior a la invención de la imprenta.
Antes de la imprenta, los libros, obviamente, eran manuscritos. En Grecia y Roma, la producción de los libros se hacía en talleres donde los copistas o amanuenses escribían al dictado; por lo tanto, no había dos libros iguales y, desde luego, eran muy escasos los libros en general. La forma de publicación más frecuente era la lectura en voz alta o el recitado, porque la mayoría de la población no sabía leer. Hasta después de la invención de la imprenta, la lectura siguió siendo dominantemente en voz alta; casi no existía lectura silenciosa. San Agustín cuenta, en las Confesiones, que son del siglo IV, que estaba viendo leer a Ambrosio y que "mientras sus ojos corrían por las páginas, su espíritu percibía el sentido pero su voz y su lengua estaban quietas". Es decir, San Agustín considera digno de mención el hecho de que este personaje lea sin vocalizar, y esto se debe a que la lectura era dominantemente oral. A lo largo de la Edad Media, se empieza a extender la lectura silenciosa, en general en los monasterios y conventos. La separación de palabras, la introducción de los signos de puntuación, la división del texto en párrafos y apartados con subtítulos son transformaciones que ayudaron a organizar la información que el texto brinda y contribuyeron al desarrollo de la lectura silenciosa, privada. A medida que se extiende la lectura silenciosa y al uníparo de su privacidad, comienzan a proliferar, entre otros géneros, los textos heréticos y los textos obscenos.
Si bien la invención de la imprenta, en el siglo XV, favoreció la lectura silenciosa, ambas modalidades -silenciosa y en voz alta- siguieron coexistiendo a lo largo de los siglos; mientras la lectura silenciosa fue adoptada mayoritariamente por los sectores cultos, las capas medias y los sectores populares siguieron prefiriendo la lectura en voz alta hasta bien entrado este siglo. Roger Chartier, que se dedica a historiar las prácticas de lectura, rastrea cómo aparece representada la lectura en la pintura y en la literatura de los siglos XVI y XVII. Y encuentra abundantes escenas de lectura en voz alta. En el final de La Celestina, de Fernando de Rojas, aparece una nota que dice que el texto debe leerse en voz alta, frente a un auditorio de no más de diez personas y con variaciones de voz para atraer a los oyentes. También en el siglo XVII, en la segunda parte del Quijote de Cervantes, aparece un capítulo titulado "Que trata de lo que leerá aquel que lo leyere y oirá aquel que lo escuchare". Chartier señala la abundancia de escenas de lectura en voz alta en los relatos que narran viajes largos, donde tiene la función de amenizar el trayecto, de servir para trabar contacto con los otros viajeros y como punto de partida para la conversación.

La imprenta
La invención de la imprenta produjo importantes transformaciones. Por una parte, la posibilidad de producir copias idénticas de un mismo texto. Por otra, la uniformización de la tipografía. También, el abaratamiento de los costos al producir en cantidad. Los textos se multiplicaron y se amplió el público lector. Pero esta capacidad de multiplicación se enfrentó con la ausencia de un público alfabetizado. Una de las razones por las que crecieron las escuelas en Europa, en un proceso gradual que va del siglo XVI al XIX, fue la presión que ejercieron los imprenteros y libreros, que eran los editores de la época, para extender el mercado.
Si la imprenta permitió ampliar el público lector, en conjunción con la escolaridad, a su vez, los nuevos sectores que se incorporan a la lectura presionaron sobre la imprenta para que se publicaran otro tipo de textos. Es decir, surge un público amplio, nuevo, que exige otras lecturas, lo que lleva a la aparición de los periódicos, del folletín y de otras publicaciones por entregas que repartían los vendedores ambulantes. Empiezan, así, a proliferar nuevos escritos, que son los que consumen los nuevos sectores del público.
En nuestro país, la Generación del '80, que fue la que encarnó el proyecto modernizador de la Argentina, instaló la escolaridad obligatoria. Adolfo Prieto, en El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, aporta algunos datos interesantes en relación con este proceso: si, a mediados del siglo pasado, asistían a las escuelas primarias 11.000 niños, los censos de la década del '80 informan que se habían multiplicado a 145.000. A su vez, un semanario de 100 páginas, como Caras y Caretas, tenía una tirada de 70.000 ejemplares, es decir, una tirada verdaderamente importante, que habla de un público lector extendido. Beatriz Sarlo, por su parte, en El imperio de los sentimientos, analiza un fenómeno interesante que se dio en las dos primeras décadas de este siglo en nuestro país, el fenómeno de la novela semanal. Eran novelas breves, sentimentales, consumidas preferentemente por muchachas jóvenes de barrio, que narraban historias sencillas, de muy fácil lectura, y que conjuraban el aburrimiento y la rutina y satisfacían las necesidades de ficción de ese público. Estas novelas llegaron a tener una tirada de 200.000 ejemplares, e incluso reediciones; fueron un boom editorial. Beatriz Sarlo señala muchas razones que explicarían el éxito de la novela semanal, entre ellas que eran ediciones baratas, textos fáciles de leer y que, además, no se vendían en librerías sino en los quioscos o a través de vendedores ambulantes. A los sectores que recién se incorporaban a la lectura no les resultaba sencillo moverse en las librerías, que en general estaban ubicadas en el centro de la ciudad y exigían un entrenamiento para poder obtener información del paratexto de los libros, conocer editoriales, autores, saber leer contratapas; es decir, un tipo de destrezas que esos sectores no poseían.

Resumen
La escritura permitió al lenguaje conquistar el tiempo y el espacio al materializarlo y fijarlo sobre un soporte móvil; tornó visible el discurso, exponiéndolo a la contemplación y al análisis; y, al liberarlo del contexto situacional, propició actividades de evaluación y revisión crítica. Se trata de transformaciones intelectuales que son causa y consecuencia, a la vez, del dominio de esta tecnología de la palabra, de su interiorización como herramienta cognitiva. Y son también procesos culturales, estrechamente relacionados con otras transformaciones sociales. En este sentido, hemos visto cómo los sucesivos cambios en el soporte material favorecieron, a lo largo de la historia, nuevos modos de relacionarse con los textos y una proliferación cada vez mayor de géneros escritos.

Bibliografía

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Sarlo, Beatriz, El imperio de los sentimientos, Buenos Aires, Catálogos, 1985.
Williams, Raymond. Cultura. Sociología de la comunicación y del arte, Barcelona, Paidós, 1981.
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